¿Qué es la homeopatía? Historia de un cadáver científico

La homeopatía nació a principios del siglo XIX con el objetivo de convertirse en una alternativa útil a la medicina ineficaz que se practicaba en la época. Hace doscientos años, era tan importante erradicar las enfermedades que asolaban Europa cada poco tiempo como desterrar los ineficaces remedios terapéuticos del momento, que mezclaban principios heredados de la Grecia antigua, como la teoría de los humores corporales, con las venenosas ideas que extendieron los alquimistas en el siglo XVI.

El alquimista en busca de la piedra filosofal. Joseph Wright (1771)

El alquimista en busca de la piedra filosofal. Joseph Wright (1771)

Paracelso, el más célebre de esos protoquímicos que aplicaron sus conocimientos a la medicina, fue un astrólogo aficionado a mezclar sustancias en busca de fórmulas mágicas. En Europa se extendió el rumor de que era capaz de transmutar el plomo en oro. Esa renombre ayudó a popularizar su idea de que la medicina debía dejar de utilizar preparados de hierbas para centrarse en componentes inorgánicos como el cloruro de mercurio, el acetato de plomo y el sulfuro de arsénico.

Cuando empezó a recetar esas sustancias, sus pacientes morían envenenados a las pocas horas, pero él y sus discípulos aprendieron pronto a reducir las dosis de veneno para que la agonía se alargara, en ocasiones durante semanas y meses. De forma invariable, sin embargo, el remedio era más letal que la enfermedad.

A falta de recursos mejores, sus métodos se convirtieron, junto con las sangrías, en práctica común en Europa durante siglos. El resultado fue que la tasa de supervivencia a la mayoría de enfermedades era mayor entre los pobres que no podían costearse un médico que entre las clases altas que eran atendidas por alquimistas y desangradores.




Ese sombrío panorama dio un vuelco con la ilustración y la revolución industrial, que extendieron en el continente la convicción de que el análisis científico de la realidad, basado en pruebas y no en la autoridad teórica de viejos maestros, era capaz de solucionar cualquier problema que los humanos se propusieran abordar. En el campo de la medicina, se abandonó el conocimiento heredado de alquimistas, astrólogos y antiguos filósofos, y se inició una actividad febril para dar con soluciones eficaces a los mortíferos brotes de cólera, difteria, peste y otras enfermedades que asolaban las ciudades. Lo que en el pasado se había considerado un mal inevitable enviado por los dioses o la naturaleza resultaba ahora intolerable para una sociedad cada vez menos supersticiosa.

Samuel Hahnemann (1755-1843), creador de la homeopatía.

Samuel Hahnemann (1755-1843), creador de la homeopatía.

En ese contexto inició su actividad el alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), un médico de clase modesta que sintetizó dos de las ideas con las que trabajaba la comunidad científica del momento para crear un nuevo sistema de curación: la homeopatía.

Su primer objetivo, nada superficial, era dejar de matar a los pacientes. Otros médicos ya habían probado a reducir al mínimo las dosis de veneno que recetaban, pero sus resultados continuaban sin ser excelentes, así que Hahnemann fue un paso más allá y postuló su conocido principio de los infinitesimales, que consiste en diluir la sustancia supuestamente curativa hasta el punto de que no quede una sola molécula en el medicamento que toma el paciente.

Los problemas de ese axioma eran diversos. Uno de ellos es que si no hay moléculas de la sustancia original en el remedio, es complicado justificar su efecto curativo. Para explicar ese salto al vacío conceptual, la homeopatía asegura que el agua tiene memoria, un razonamiento que, ya en el siglo XIX, levantó muchas cejas. La comunidad científica argumentó que era una explicación ad hoc, sin sustento empírico, para apuntalar la tesis del alemán.

En segundo lugar, Hahnemann basó su doctrina en el principio de que lo similar cura lo similar. Es decir, que la sustancia que provoca ciertos síntomas es capaz de hacer que remitan esos mismos síntomas. Eso no era una locura del doctor -o no del todo-. En su idea resonaba el descubrimiento que había hecho en 1796 en Inglaterra un médico rural, Edward Jenner. El británico observó que los ganaderos que estaban en contacto habitual con vacas que sufrían viruela animal eran inmunes a los brotes de la viruela humana. Con esa observación, Jenner sentó las bases de lo que más tarde serían las vacunas, que evitan el contagio inoculando dosis reducidas del virus en cuestión.

En los primeros años de la teoría todo fue viento en popa para la nueva medicina de Hahnemann. Su éxito era arrollador. Los pacientes que recibían remedios homeopáticos sobrevivían más tiempo que el resto y en diversos países se fundaron sociedades de homeópatas.

Aquél era un tiempo, sin embargo, en el que el conocimiento avanzaba a un ritmo vertiginoso, como nunca antes lo había hecho en la historia de Europa. La ilustración había arrasado con los viejos dogmas que impedían el desarrollo de la ciencia. En ese clima efervescente, fueron innumerables los investigadores que en la segunda mitad del XVIII contribuyeron a dar el impulso definitivo que fundó la medicina moderna. Una generación de científicos comenzó a buscar respuestas en la experimentación, la observación y la estadística, en lugar de en gruesos tratados y en ideas antiguas desconectadas de la realidad.

La hipótesis de Hahnemann estaba basada en ciertos principios empiristas. La idea de que lo similar cura lo similar no solo remitía al funcionamiento de las primeras vacunas, sino que provenía de su experiencia con la planta de quina, que se utilizaba contra la malaria. Al ingerir su corteza, el alemán se percató de que entraba en un estado febril similar al que provoca la enfermedad. Esa fue la epifanía que dio origen al desarrollo de la homeopatía. Más tarde se descubrió que la quina contiene quinina, una sustancia que mata al patógeno de la malaria, pero Hahnemann ya había echado a rodar su pensamiento y no había marcha atrás.

Modelo de Tycho Brahe con la Tierra en el centro y el Sistema Solar girando alrededor.

Modelo de Tycho Brahe con la Tierra en el centro y el Sistema Solar girando alrededor.

A pesar de cierta base empírica, el alemán dio un salto en el vacío movido por su ideología, o por la fe en su propia teoría. Es algo parecido a lo que le ocurrió a Tycho Brahe. Se dio cuenta de que los cálculos astronómicos cobraban sentido si asumía que los planetas giran alrededor del Sol. Estaba tocando con los dedos la verdad, pero sus prejuicios le impidieron dar el último paso. Esbozó una teoría en la que el sistema solar al completo gira en torno a la Tierra, inmóvil en el centro. Una aberración que Copernico corrigió poco después, cuando parte del trabajo más importante ya estaba hecho y solo faltaba tener mayor confianza en las pruebas.

En medicina, la generalización del método científico permitió superar las soluciones a medio gas como las de Hahnemann y permitió comenzar a definir con precisión las causas de las enfermedades y a evaluar la eficacia de los remedios para combatirlas. El resultado fue que una medicina que curaba, sistemáticamente, males que la humanidad había considerado hasta entonces mortales.

La era de las bacterias

El neerlandés Anton van Leeuwenhoek (1632-1723) fue el primero en observar con sus lentes minuciosamente pulidas unos minúsculos bichos que trajeron de cabeza a la comunidad científica durante décadas, pero no fue hasta la mitad del siglo XIX cuando el francés Louis Pasteur ligó esos organismos a las enfermedades y fundó las bases de la microbiología clínica. El alemán Robert Koch remató el trabajo en 1884, cuarenta años después de la muerte de Hahnemann, con la publicación de sus cuatro postulados sobre la etiología de las enfermedades bacterianas. Koch identificó los bacilos de la tuberculosis y el cólera, un descubrimiento que precipitó la aparición de curas para todo tipo de enfermedades. La difteria, la peste bubónica, la viruela, maldiciones invencibles para los humanos durante miles de años, eran de pronto males reversibles.

Bacterias vistas a través del microscopio

Bacterias vistas a través del microscopio

Como en todo cambio de paradigma, la nueva teoría se encontró con ciertas resistencias. Los médicos que aún confiaban en la tesis miasmática -pensaban que las enfermedades se transmitían a través de nubes tóxicas invisibles- no veían claro que las enfermedades estuvieran provocadas por unos animales minúsculos.

Médicos y profesores que habían dedicado su vida a estudiar y divulgar el conocimiento tradicional, de pronto obsoleto, se revolvían en sus despachos. Ante la imposibilidad de negar la existencia de las bacterias, algunos trataron de defender que los microbios eran en realidad el producto de la enfermedad, y no al revés, entre otros argumentos y requiebros. Sus intentos desesperados por mantener el statu quo de la vieja ciencia no tuvieron éxito.

Más de doscientos años antes, Galileo se dejó la vida en encendidos debates, opúsculos y admoniciones para lograr que algunos astrónomos comenzaran a ver con buenos ojos la teoría heliocéntrica de Copérnico. A los impulsores del nuevo paradigma microbiano les resultó más sencillo ganar aliados entre sus contemporáneos, en gran medida porque sus pruebas eran aún más demoledoras a simple vista. No trabajaban con observaciones de telescopios precarios, sombras en la luna o razonamientos sobre las mareas. Ponían sobre la mesa a miles de supervivientes de enfermedades que hasta entonces eran incurables.





Ante el éxito del nuevo paradigma, los homeópatas, que durante unos años habían confiado en convertirse en la punta de lanza de la medicina oficial, habían quedado en la cuneta, y tampoco lo aceptaron con facilidad.

La primera reacción de los institutos homeopáticos que habían proliferado por Europa fue la de tratar de incorporar la teoría microbiana a su cuerpo teórico. La argucia, sin embargo, no se sostuvo durante mucho tiempo. En los preparados homeopáticos no había molécula alguna de la sustancia supuestamente curativa, por lo que no tenía efectos sobre las bacterias que trataba de erradicar. Los preparados de suero con penicilina que comenzaban a recetar los doctores que adoptaban la nueva ciencia eran, en cambio, eficaces, por lo que la batalla estaba perdida para los partidarios de Hahnemann antes de comenzar.

La homeopatía, con todo, siguió adelante, como un Cid Campeador muerto cabalgando contra el enemigo.

En las publicaciones especializadas, los homeópatas comenzaron a acusar a sus colegas científicos de empiristas. Ellos defendían, en cambio, una postura racionalista. En otras palabras, despreciaban el conocimiento basado en la observación de la realidad y apostaban por defender sus ideas en contra de cualquier prueba material.

En los primeros años del siglo XX, la evidencia a favor de la teoría microbiana era aplastante y los pacientes que confiaban en preparados homeopáticos basados en las ideas de Hahnemann, a todas luces menos eficaces, eran cada vez más escasos.

En su campaña por mantener una cuota de pacientes, la homeopatía comenzó a subrayar asimismo en aquella época la inocuidad de sus preparados como una ventaja respecto a los sueros de la nueva medicina, que podían producir efectos secundarios.

Bolitas de homeopatía

Bolitas de homeopatía

Este es el momento histórico en el que la homeopatía adopta por primera vez el concepto de medicina complementaria. Pinar, en España, y otros homeópatas, comenzaron a publicar artículos en los que defendían combinar los sueros médicos con preparados infinitesimales. Esa estrategia mejoró sin duda la salud de los pacientes en consultas homeopáticas, que recibían alguna dosis de medicina, pero hundió a la homeopatía en contradicciones aún más sombrías. (En los estudios contemporáneos elaborados para defender la homeopatía es habitual ver cómo los investigadores juzgan la eficacia de las bolitas de azúcar recetadas en combinación con medicamentes convencionales. Así consiguen que el paciente que recibe homeopatía mejore más allá de los esperable por el efecto placebo, aunque la curación se deba a la medicina y no al azúcar.).

Los teóricos sobre la evolución de los paradigmas científicos suelen defender que no existe tal cosa como los cambios de opinión entre los investigadores de una época. Aquellos que han dedicado su vida a una determinada teoría no suelen dejarse convencer por las novedades, por mucho peso que tengan las evidencias. Con los años, sin embargo, las viejas eminencias dejan paso a una nueva generación, esta sí permeable a los descubrimientos, con la que se asienta la nueva teoría.

La homeopatía es, en ese sentido, una anomalía histórica. Hace más de cien años que sus fundamentos científicos quedaron refutados por teorías que han acumulado una cantidad de evidencia abrumadora. Las pruebas son tan concluyentes que derribar los principios de la medicina moderna equivaldría a demostrar que la Tierra no es redonda, o que ocupa, de hecho, el centro del universo.

Como Don Quijote, los homeópatas continúan a principios del siglo XXI luchando contra molinos. Como los personajes de Cervantes, tienen algo de heroicidad y algo de locura. Sus pacientes, por su parte, tienen un mal pronóstico.

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